
No recuerdo cuando fue el “clic”. Pero alguna de las noches en vela dejó de ser vista como la enorme bestia que me había derribado sin compasión en varias ocasiones, y comenzó a ser un aviso de algo interior, inconsciente, sabio, poderoso también, pero mío, de un yo no tan automático y reactivo como el que apagaba de modo infantil el despertador por las mañanas.
A partir de ahí, volví a escucharme, pero no como la cinta grabada que me sometía y me deshacía, sino como un ser que era y estaba para ser, “experienciar”, aprender y aprehender...
Se recolocaron los momentos dolorosos y también los míticos y todos se ubicaron en el lugar de las perlas vitales; de lo que me hacía hombre, adulto, identificado (con una identidad inefable), fruto de un misterio llamado vida, o incluso anterior a eso, llamado entidad. Así pues, pude reconocer lo que vivía y veía como algo nuevo siempre y no como una rueda que solo avanza para volver a tocar el suelo con la misma zona.
Ya no era masa, yo era yo. Y en mi reconocimiento pude identificar a los otros con sus yoes inefables y a la vida despierta como un trance único, irrepetible, real, para el que había nacido con cinco sentidos. Y surgía el privilegio de ser consciente.
De ahí al amor no hay mucho; no en vano, despertar es ama-nacer, pero eso es ya otra historia...
Alonso Ruiz