miércoles, marzo 07, 2007

(III)



La cultura inventa artificios para expresar las emociones. Uno de los más sublimes es la ópera, sin la cual el llanto no podría expresarse del mismo modo. La locura,
no podemos decir que sea un artificio ni un invento, porque es algo anterior a la cultura, aunque se deja empapar por ella. El haberla vivido no impide su aparición, ni excomulga el miedo a padecerla. Hay quienes se agarran a la medicación que toman, como aquellas personas que no entienden salir a la calle sin santiguarse. Pero, con medicación o sin ella, no se aleja ni el peligro de la recaída, ni el miedo de tenerla.

La primera de las veces en que la locura se apoderó de mí, acababa de empezar la vida universitaria y toda esa gran catedral gótica del mundo académico adornó el vértigo de mi huida. La figura de Cristo, su papel redentor, perfecto, al que había que identificarse, se agregó a una extraviada mente que no podía asimilar algunos conceptos filosóficos, de algunos de los temas pendientes en el verano de la serpiente de tierra.

La visita del papa y una atracción mórbida por las sagradas escrituras, un incipiente rezo y el deseo de poner solución a aquello que en mi vida no funcionaba, se agruparon para aventar el sueño y para, con él, aventar la realidad de la vigilia. Todas estas imágenes se acompañaban de un golpe de energía nueva que hubo de contenerse en la planta de psiquiatría del antiguo hospital de la beneficencia.

Me preguntaron si sabía donde estaba y con sonrisa beatífica dije que sí (en el Cielo, sin duda). Tras sucesivas ataduras empecé a pensar que debería ser el purgatorio por lo que quise sacrificar mi lengua para limpiar mis pecados o completar mi martirio. El psiquiatra me preguntó si lo hacía para tragar mi propia sangre. Como yo creía que él era Dios (y debía estar bajo el efecto de algún neuroléptico) interpreté su pregunta como una orden y añadí un elemento más a mi macabro rito. De cómo perdí la conciencia y la recuperé viendo pasar a muchos seres queridos por esa planta no puedo contar mucho.

Lo que sí sé es que me dieron el alta cuando mi familia se negó a que me aplicaran unas descargas terapéuticas y esa decisión me liberó de vivir la llamada conciencia de enfermedad. También me puso en camino a la casa de Manuel Marañón, donde las locuras se hablan, no se fríen...

Alonso Ruiz

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